domingo, 12 de abril de 2015

De cómo Hades sucumbe y Perséfone renace cada noche (relato para el concurso)

Doce y media, y la tétrica soledad del silencio nocturno me torna exasperada, mientras las sombras impías se expanden, volubles e insolentes, por la habitación pálida que me retiene a una calma incierta y a una incerteza calmada. Las ojeras se amontonan, violáceas y de una manera demasiado depravada, en la extensión de unos ojos escépticos que hace tiempo han dejado de soñar; quizá, con el tiempo, asumo que las finas arrugas que aparecerán trazadas por un pintor inexperto terminarán de llevarse los sueños, ya inalcanzables y lejanos y dejados atrás por los tantos inviernos de desconsuelo que el mismo tiempo usurpará. O quizá la penumbra lúgubre que impregna la sala necesita de sueños y alegrías para sobrevivir, y el tiempo sólo es otra constante que necesita de ser dominada.
Un hálito fúnebre y mortífero se consume, mientras las sombras se unen en una imagen grotesca y desquiciada, que parece emerger del lugar más recóndito de mi mente: Hades.
Y a la vista de lo monótono y usual, de lo simplista y sistemático, da la impresión de que nadie necesita nada de él; y de un modo lógico y razonable suelen tener razón, quizá porque ya está en la propia naturaleza el temer a la propia muerte y porque se apodera en ellos la ridícula superstición de que siempre podrán rehuirla.
Pero a pesar de todo, hay en Hades un morbo sucumbido por lo prohibido e inusual, atrayente para manos poetas, escritoras y artísticas, de bocas musicales y mentes filósofas y pensadoras, que no hacen más que pulular por los confines del particular rechazo bohemio de la vida artística. Se dice que hay algo de misterioso y místico en la podredumbre del ser que lo condiciona; es la belleza en la desgracia y la sublimidad del caos.
La opresión en el pecho no ha desaparecido, y las palpitaciones retumban en mi oído y mente: dan forma a la angustia, pese a que esta vez el pánico la envuelve.
 El rostro desértico de Hades, y su mirada hueca e inmortal detonan el resentimiento de épocas pasadas. Yo, indiferente y vacía ante él, sólo le ruego con un suave murmullo al casual y fatal destino, como última esperanza de que exista, que no me toque. Que no me toque, porque si su sola presencia hace de mí un ser débil, liviano e ínfimo como lo es para él la humanidad...Que no me toque.
Pero lo hace, con una suave y delicada caricia de su mano decrépita. Y es increíble como una acción tan sencilla como el contacto leve de Hades, puede llegar a perturbar la mente, siempre tan cambiante, transformándola con lo que unos llaman poético, y yo designo como humano. Lo maravilloso de estas acciones en sí, no se rige por cómo de grandes son, pues la más pequeña y mísera puede llegar a cambiar el mundo. Es una sensación tan mundana, tan mortal, que es concebida por algo divino e inmortal. Son estas pequeñas acciones, donde reside el verdadero poder y sus consecuencias, pues si Eris no hubiera lanzado la manzana dorada, símbolo de rivalidad y discordia, sentimientos tan terrenales, Troya no hubiera perecido, pero Aquiles nunca hubiera ganado la gloria eterna, y su nombre junto a él hubiera quedado sepultado bajo la insignificancia de otras muchas muertes que la historia, tan selectiva, no ha querido recordar.
Pero yo no muero, porque morir ya es demasiado mundano para alguien que ha sido tocada por una divinidad. En su lugar me marchito, como un rosal que paulatinamente hace perecer sus rosas, y las suaves y delicadas fragancias vagabundean hasta desfallecer, mojadas como si de rocío se tratara, en pequeñas gotas de una laguna que cruza el estigio temor de orbitar en el deceso y el deseo de la felicidad en vida.
Y al contrario de lo que muchos piensan, no languidezco hasta esperar el último beso que me reduzca a polvo tras un último suspiro, habiendo sido ya tocada por el vigilante resentido de un reino que repudiaba. En su lugar, me veo cálidamente envuelta por la sensibilidad que Hades llegó a tener una vez y que nadie supo apreciar. Su mirada lúgubre se distorsiona hasta encontrar en sus pupilas oscuras, como si la luz no se hubiera atrevido a tocarle, un sutil toque de tristeza y su rostro se vuelve melancólico.
Porque en él se encuentra la sensibilidad descrita como una maldición; el libre albedrío de las emociones y los actos que dan lugar más tarde por su culpa; el recelo atroz y el daño que una vez llegó a sentir; el sentimiento de repulsión hacia él mismo y el anhelo de justicia; el padecimiento de resignación, y la limitación a no poder ver el mundo del modo en que los demás lo perciben, causando que su aprecio se magnifique. Y sin embargo, es descrito como un ser vil y egoísta, y es tratado con pavor porque se necesita de alguien para echar las culpas cuando el reloj de sus vidas termina y el hilo de la vida ya es cortado, pues del mismo modo que hay en Hades más de humano que de dios, hay en el ojo crítico e hipócrita, más de dios que de humanidad.
Y quizá sólo quería liberarse de las cadenas perpetuas, forjadas en el inframundo, que le condenaban a una vida subyugada por quienes, creyéndose humanos, se tornaron bestias de una jerarquía celestial que antes llegó a ser considerada como su hermandad; quizá sólo anhelaba tantear la tierra, morir en el olor a madera mojada bajo la lluvia, que las olas le abrazaran con furia, perecer en la serpenteante danza de las hojas y resurgir con la brisa cálida de la esmeralda primaveral, mientras los nenúfares teñían al espejo de agua, y los narcisos dorados y ególatras le cantaban para acallar el rumor de la soledad incomprendida.
Y es por eso que yo, tras una leve caricia de su mano esquelética, comprendo ahora que lleva a Perséfone en su mirada, recubierta por la devoción a la vida y al mundo, pues existe dentro de mí un caos organizado, vivo y muerto; habita en mi alma Hades, devoto a Perséfone, y Perséfone, devota a Hades. Albergo tanto la sensibilidad de Plutón concebida como una maldición, que la de Proserpina concebida como un don, y a su vez, convivo con sus ventajas e inconvenientes. Mas cómo habitar en un lugar que no es mi mundo y venerarlo de tal modo, si sólo mi propia desolación puede entenderlo.

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